domingo, 4 de marzo de 2012

Una trampa mezquina, armada entre ojitos bellos y sonrisas tibias.

Me callé, ya no tenía a quien gritarle lo esperado, lo que tantas veces y con mucho cuidado había formulado, eran palabras vanas en un oscuro recuadro, recalcándome hora tras hora que nunca lo había intentado. Me escondía entre las miradas que dulcemente había dedicado a dos colores acostumbrados, el de la tinta y el encuadernado.
Te escuché decir mi nombre, tal vez fue un sueño, tal vez, un accidente, pero en ese instante supe que jamás podría salir de aquella mirada fugaz, en la que me encerraste cuando sin poder y sin querer, fuiste tú mismo sin importarte el corazón. Te ponías de pie primero y siempre ensañabas el pecho inflado, gritando con todas las fuerzas posibles que tu futuro, no lo tenías pensado. Gritabas demasiado, pero nunca me aturdiste. Los mensajes que con afán intentabas contarle al mundo, eran demasiado claros para transformarse en ruido o en disturbio. Eras demasiado tú, y yo demasiado yo, y así fue que caí en una trampa mezquina, armada entre ojitos bellos y sonrisas tibias.
Nunca pude entender, cómo hacías tú para ser mi príncipe sin siquiera notar que eras de la realeza, ni como hacía yo para creer tan puro, algo tan mundano como un niño con franqueza. Lentamente y sin apuro en la trampa había caído, ya era tarde para mí, no sólo por tu voz, sino también por mi oído…

No hay comentarios:

Publicar un comentario