domingo, 29 de julio de 2012

Parque viejo


El camino se hacía extenso bajo los pies de aquella niña. Harta de los gritos de su madre, había optado por dar un paseo por el trecho largo que rodeaba el lado viejo del parque. Decían que si la noche te encontraba oculto entre las sombras de aquellos árboles, un terrible espectro se te aparecía y nunca más llegabas a destino. Por supuesto, era tan sólo una leyenda que contaban en el pueblo, y la niña ya era demasiado grande como para creer en esas historias, tenía 9 años y ocho meses, no había nada a lo que temer, tan sólo la brisa meciendo suavemente las ramas de los árboles.
Había caminado lento desde el momento en que dejó de ver la silueta pequeña de la última casa de su cuadra, frente a la que estaba el parque, grandioso como sólo él. Sin embargo esa era la parte nueva del parque, con árboles de altura mediana, pasto cortado al ras, una hermosa vista hacia el río, protegida por barras de metal y un tejido fino por el que nadie se podría caer. Pero luego de cerca de diez minutos de caminata, si ibas en el sentido correcto, por el que casi nadie solía ir, te encontrabas con el lado abandonado del parque. Los árboles altos, el pasto descuidado, de un verde tan fuerte que se te quedaba impregnado en los ojos, el terreno sinuoso, escaleras de piedra que a veces había que esquivar porque resultaban más peligrosas que treparse por el húmedo pasto. Pero había algo que caracterizaba por encima de todo a esta parte del parque que parecía arrancada de un cuento de hadas de los hermanos Grimm: el silencio. No podías escuchar en aquel rincón, más sonido que el de tus pasos, el de las ramas y hojas secas crujiendo bajo tus pies (sobre todo durante un otoño como aquel), el de las pequeñas alondras cantando al raspar el cielo con sus uñas y el del río que chocaba estrepitosamente contra las rocas debajo de la barranca. Un murmullo lejano del sonido del parque nuevo, a veces se colaba por entre la brisa que atravesaba los árboles, pero no más que eso, un murmullo. Es bello el sonido del silencio, cuando el ruido de la mente es demasiado fuerte para poderse escuchar.
La niña se sentó sobre un tronco caído y seco, aún le quedaban algunas horas antes de que el sol se pusiese, por lo que no tendría que temerle a la oscuridad, ni a lo que estuviese en ella…ni a lo que pudiera aparecerse dentro de ella. La mañana había sido complicada, la tarde más aún, las relaciones con su madre siempre lo habían sido ¿Y con su padre? Ni hablar, no hay relación más complicada que aquella que no comienza con un “Buenos días” ni acaba con un “Buenas noches”. Ella lo veía al levantarse cuando él cerraba la puerta tras de sí, dirigiéndose a la parada de colectivo, esperando a llegar a la estación donde tomarse el subte. Luego, lo veía nuevamente entre sueños, cuando algo perdida, él le daba un beso en la frente al llegar del trabajo, cerca de la madrugada, cerca de la hora de levantarse, siempre cerca de todo y a la vez tan lejos. La vida para ellos era así, para su familia, para su gente, para esos que solían llegar a fin de mes recogiendo monedas del suelo, comiendo una y otra vez sopa durante la noche, salteándose almuerzos, disfrutando de la sencillez de un paisaje, o de un silencio como ahora hacía la niña.
El río estaba más tenso que de costumbre, destruía a su paso las ramas y troncos que había en su superficie. Embravecido, furioso, destructivo, ¿Qué le pasaba al río? Por un instante se sintió un poco río al recordar su estado de locura cuando se fue de su casa, y allí estaba ahora sentada en aquel árbol, tranquila, sin más preocupación que la de un río un poco más loco de lo normal, ¿Realmente esa preocupación era poco?
-“Después del huracán siempre llega la calma”, tranquilo río, ya vas a volver a ser el mismo.- Le dijo muy despacio y sonriendo abiertamente al cuerpo de agua.
Una hoja seca chocó contra su cara, ¿Había sido eso una señal de haber escuchado o una bofetada por parte de la naturaleza? Siempre de forma tan críptica, el mundo le hablaba a las personas.
-         ¿Estás enojado? ¿Te hicimos algo?
El río no contestó, tal vez nunca lo había hecho. Una ola muy fuerte chocó contra una de las piedras grandes de la barranca y la separó del resto, lo que provocó otro fuerte oleaje hasta que la roca estuvo por fin en la parte más profunda del río, donde la corriente la llevaba sin ningún problema. Era curioso ver como el río lo arrastraba todo, ¿Hasta donde lo llevaba? La niña se lo preguntaba constantemente, había crecido junto al río, se había acostumbrado a él, un enorme mecanismo que se lo llevaba todo, tú le dabas algo y lo perdías para siempre, de todas formas al segundo traía consigo nuevas cosas, pero nada se conservaba, las cosas no duraban y no había tiempo para distraerse, no había tiempo para pensar en la corriente, en donde terminaba, en donde terminaba uno mismo, ¿Qué sucedía cuando las piernas ya no podían sostener el cuerpo? ¿Se caía uno en esta barranca de baranda floja, hecha de maderas viejas, con clavos oxidados y seguros gastados? ¿Quedaba uno a merced de esta corriente? ¿Tan sólo en ese momento lograba averiguar a dónde llevaba el río?
La niña comenzó a adormecerse entre estos pensamientos tan extensos, sintió que había mucho más que preguntarse dentro de cada una de sus preguntas, pero estaba cansada y el sol todavía estaba en lo alto. Sería mejor descansar un poco, recostada en aquel tronco, luego podría seguir su recorrido, tranquila, ahora podía dormir en aquel silencio, ese silencio hermoso…hermoso y misterioso.


Un extraño grito…no, el susurro de un grito, la despertó repentinamente, provenía del lugar donde el bosque era un poco más tupido, donde el parque se había dejado perder entre los misterios de la naturaleza, donde los viejos decían, está el espectro. En la nada de la noche, en aquel silencio sepulcral que ahora no hacía más que aterrorizarla, una rama se rompió bajo un peso desconocido ¿Sería un pie? ¡Pero los fantasmas no tenían pies! ¿O sí? ¿Sería un animal? No había visto ninguno en la ida, ¿Por qué los habría en la vuelta? Sin embargo, sabía que ese parque era utilizado por los perros como un buen refugio, por lo que podría haber sido un perro…¡Crack! ¡Más ramas rotas! ¿Quién estaba allí? Una pequeña luz se asomó por entre los árboles ¡Era el espectro! Definitivamente si tenía pies y pesaba igual que un ser humano. La luz mortecina se aproximaba, por lo que la niña corrió a esconderse por el lado opuesto de los árboles, esos árboles que se encontraban junto a la barranca, bien anchos, lo suficientemente anchos para ocultarla a ella cómodamente.
Intentó contener la respiración, no soportaba aquella tensión, escuchaba pasos silenciosos acercarse hacia el lugar donde se encontraba. Una voz algo llorosa, destruida por el largo paso de los años, de los siglos, de los milenios (¡Quién sabe de cuando era aquel espectro!) la llamó, la llamó por su nombre, pero ella no salió.
El río a su lado, se embravecía aún más. “¿Es eso lo que me querías avisar? ¿Me querías echar? ¿Me querías prevenir?” pensó la niña desesperada, asustada, llorando desconsoladamente. Una mano la tocó y vio de reojo la luz fantasmagórica que provenía de allí. Sin pensarlo, giró rápidamente en sentido contrario y saltó la barrera de madera. “Si me intentaste ayudar una vez, intentalo de nuevo” pensó la niña hablándole al río, a aquel río que nunca escuchaba, que sólo corría, corría ¿De qué corría? Ya no importaba, el corría y ella necesitaba correr… Cuando la mano volvió a sostenerla fuertemente, no dudó más. La niña saltó. Saltó al río. Al embravecido, furioso y destructivo río. Antes de caer en picada, logró girarse un instante para ver a su perseguidor a los ojos.
Su último pensamiento fue “’Mi madre es un espectro, la he matado de angustia al escapar de casa!”. Y la niña cayó.

Sin embargo, aún no sabe donde lleva el río, sólo sabe que el agua es más fría de lo que parece y la destrucción, ese río si que destruye. No destruye por su rapidez, sino por sus obstáculos. No importa en que carril estés, siempre debes ir a la misma velocidad, no importa cuantos obstáculos tengas, no importa que tan difícil te resulte nadar, siempre viajas, siempre rápido. Nadie llega al final. No al final del río. No al mar. No a la libertad. Atrapados. Atrapados en una carrera inacabable. Una carrera eterna. Algunos le llaman vida, yo la llamo sistema.
El río sigue corriendo, la madre sigue llorando…

Un silencio que no calla


El sol se mostraba cálido y apacible. El aire algo fresco, las manos heladas, los labios callados. El azul del cielo intenso, el lejano paisaje montañoso, la oscuridad familiar del horario de la siesta, todo parecía tan silencioso, tan…en la nada.
Me recosté sobre un césped que crujió debajo de mí, reseco, rojo y amarillo. Nada de humedad, nada de ruido sólo el suave susurro del viento, de los pasos de los perros rodeando mi cuerpo que en ese espacio inmenso se veía tan pequeño ¿Y qué tal si miraba el cielo? ¡Qué diminuta me sentía! Y en esa pequeñez, esa insignificancia, abrí la puerta hacia mi nuevo mundo, me recosté sobre las palabras, mi cabeza se dejó llevar por nuevas ideas, por nuevos paisajes, nuevos mundos que nunca antes había llegado a imaginar.
En esa instante de silencio, en ese mundo diferente, me arrojé sin escrúpulos por el abismo de la imaginación, jamás creí que en aquella paz pudiera encontrar tanta acción, ni que en aquel negro de las diminutas letras arial pudiera encontrar tanto color. En esas intensas horas, no pude ver más brillo en el sol que en aquellas ideas que refulgían en mi mente, formando imágenes claras concretas de un universo que se abría ante mí, lleno de emociones y de sensaciones diferentes, lleno de personajes y de sus historias y de las historias más pequeñas que formaban historias más grandes. Me sumergí en un mar de comas, puntos y unos que otros guiones. Me escondí en el refugio de una gramática que se mostraba rígida, pero flexible frente al frío viento que intentaba derrumbar su estructura. El silencio no hacía más que amplificar los fuertes sonidos que en mi mente resonaban, los gritos, las caídas, las corridas, pasos silenciosos y un río que corría descontrolado sin caber jamás en su cauce. Y así, era mi lectura.
Aquel hombre no lo pudo definir mejor, un río salvaje, que no cabe en sus cauces. Ruinas, ruinas de un país antiguo, el país de las letras, un país que debemos revivir. Un país que olvidan, pero que nunca desaparece. Un país sonriendo frente a un presente nefasto, una sociedad de rechazo, un estado de ignorancia.
Adiós, adiós dije en aquel momento en que un grito de orden destrozó el silencio, lo partió por la mitad y el sonido de mi mente pasó a ser música de fondo. No podía pensar con claridad, no podía recordar donde habían quedado aquellos personajes, mi mente había borrado definitivamente su ubicación, ¿Dónde estaban aquellas niñas? ¿Era sobre el río? ¿O ellas no sabían nadar? Y comencé a ahogarme, ahogarme en el río de las palabras, no podía leerlas y pensarlas, no podía pues el ruido se hacía inminente y eterno. Morí frente aquel papel en la tarde en que el sol y el azul del cielo se esparcían frente a un mundo de cuentos. Ni el pasto crujiente, ni la vista de las montañas pudo salvarme.
A veces, sólo hace falta un error tan simple como un sonido accidental, para arruinar algo tan perfecto como el silencio, el silencio y la paz. La paz y las letras, mis letras. La historia, mi historia.
Volví a revivir horas más tarde, cuando la noche se hizo escuchar y el silencio, de nuevo el silencio y la comodidad de mi cama, abrieron la puerta del otro mundo. Las niñas sabían nadar.


Nono 16 de Julio de 2012, leyendo Traición de Scott Westerfeld.